Tras una miaja de fresquito por la noche (mentira), empezamos una nueva aventura con una mañana que nos depara la visita de dos proyectos: La Casa de las Burbujas Azules y Las hermanas Molina (en wombo-combo con La Ojinegra y Slow Food). A ambos fuimos en bici, y después de un «creo que es por aquí» y un «no, no, por aquí, bueno, espera…», llegamos a la primera iniciativa.
Marta, caspolina, payasa de profesión e hija de mago, es parte de una compañía de teatro llamada «El Políglota Teatro». Su pareja, Alberto, se dedica a la música y a apaños sonoros. Padres de dos hijos y unos motivados de las artes escénicas. La Casa de las Burbujas Azules, en medio de la nada y al lado del mar de Aragón, tiene de todo: un escenario, una vivienda de ecoturismo, un bar, un estudio de grabación, e incluso un letrero en la montañita de al lado al estilo Hollywood que pone Woodbox, el festival que organizan anualmente. El Woodbox ocurre el primer fin de semana de junio y tiene como objetivo principal visibilizar al artista rural. Este año han colaborado 36 personas voluntarias y alrededor de 20 artistas. Toda la recaudación va directamente a los artistas, para reivindicar la importancia de poder vivir del arte en tu propio entorno rural. El festival es gratuito, por lo que tras cada bolo, se remunera al artista mediante el famoso acto de pasar la gorra. Aparte del festival, organizan otros eventos como pueden ser cumpleaños, aulas de naturaleza con niños, cuentacuentos y los ciclos de arte libre (congregación de artistas para compartir habilidades, creatividad…). Todo esto sin recibir ayuda pública en los 23 años del proyecto, porque no quieren que su proyecto dependa de la administración y están convencidos de que como profesionales en el arte, pueden llegar a sus objetivos por sus propios medios. Pese al tinglado que tienen montado, también hacen bolos paralelamente con su compañía.
Después hemos ido «de propio» (en la jerga aragonesa, aposta) a visitar a las hermanas Molina y sus preciosos animales y tierras llenas de olivos (29 hectáreas con la variedad Empeltre y Caspe). También estaban Belén y Xavi, del restaurante ecológico La Ojinegra, de la que hablaremos en otra publicación ya que la visitaremos más tarde (no os preocupéis, mis fans). También vino Kike, chef del hotel «La fábrica de Solfa» en Beceite, como voluntario a ofrecernos una gastroexperiencia. Pero primero, las Molina nos hablaron de su legado, su historia generación tras generación en el campo y sus productos, que pudimos degustar. Su familia ha sido ganadera y agricultora durante generaciones, pasando de mujer a mujer. La tradición de los encurtidos se inició con la abuela viuda de guerra cuando las tierras no le daban para vivir. Empezó a vender pepinillos, tupinambo (alcachofa de Jerusalén o pataca), aceitunas, etc. Las hermanas aprendieron el oficio desde pequeñas, al rodearse de toda la tradición y técnicas que envuelven este mundillo. A pesar de que sus padres les decían «estudiar y colocaros«, ellas decidieron quedarse en el campo y formarse como artesanas alimentarias. Son la única empresa de conserva española dentro de Slow Food y, pese a tener prácticas de agricultura ecológica, no optan a la certificación por los campos de alrededor.
Recibimos un taller de cómo secar el tomate Pitero o Feo de Caspe, cortándolos por la mitad y colocándolos en una tabla de cañizo con sal por encima. Estos tomates son ideales para esto porque tienen poco líquido, piel fina y mucha carne. Fue muy interesante el proceso tradicional que no se puede vender legalmente aquí en Aragón, aunque las leyes higiénicas de Cataluña, Andalucía o Francia sí que lo permiten; algo incomprensible. Este tomate lo utilizan para la elaboración de patés vegetales con almendra Melona, para rebajar la acidez.
Nos han preparado después una comilona a base de productos de la zona en la que hemos tenido que volver rodando.
Vaya trote de día.